REINO
DE AL-MARIYYA
Somos lo que hacemos
y esa será nuestra huella en la Historia. No dejes, hijo mío, que tus hijos ni
los hijos de tus hijos, olviden nunca que hubo un momento de esplendor
extraordinario en el que Almería fue un gran reino que abarcaba desde la
Andalucía oriental hasta Valencia y de esta, pasando por Toledo, hasta la gran Córdoba
del Califato. Y no se consiguió solo mediante el uso de las armas sino —y sobre
todo—, a través de un conciliador abrazo eminentemente cultural.
El paisaje almeriensí, engrandecido
en la batalla su horizonte de sucesos, se retrajo después cual corazón que busca
su reflujo primigenio, girando hacia sí en una marcha atrás que la llevaba a
sus esencias, a su núcleo montañoso de lagartos y de esparto compensando las
solanas al abrigo de sus playas, depurando contenidos y alumbrando con mil
luces a los mundos del entonces, transformándose en poesía de manos de
Almotacín y llegando con sus versos a humanizar un Medievo balbuceante, perdido
en una oscuridad barbarizada carente de palabras. Y entonces, oh prodigio: fue nombrada
la alMariyya rutilante, bella hurí desmelenada de cintura cadenciosa que
orgullosa paseaba su Diwan de mil poetas y que al mundo enamoraba con sus
sedas, su comercio y su decir en la más bella poesía que el oído conociera,
cual orfebre metafórico de un Parnaso almeriensí de factura singular que
brotara de la magia de un versal espacio-tiempo plagado de moaxajas saltarinas y
de jarchas.
No dejes, hijo mío, que tus hijos ni los hijos de tus hijos,
olviden que hubo un tiempo en que Almería, cual gusano que abandona su capullo
mutado en mariposa, alzó su vuelo entrando en la alMariyya andalusí de un
ensueño milenario. ¡No dejes que lo olviden, hijo mío! ¡Nunca!
Antonio García Vargas
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